ALMAS EN PENA DE INISHERIN

La película plantea una gran alegoría sobre la inutilidad y el horror de la guerra. Padraic (Colin Farrell) no entiende por qué, de la noche a la mañana, su gran amigo Colm (Brendan Gleeson) no quiere tener más contacto con él y decide apartarle de su vida sin ninguna explicación o con explicaciones bastante absurdas (le aburre, dice). La metáfora es clara y alude a la incomunicación, a la falta total de razón y al odio que se instala, sin una causa previa, entre los pueblos que se levantan en guerra, sobre todo en las guerras civiles, como la irlandesa de 1922, a la que alude explícitamente la película. Amigos, hermanos, se ven comprometidos por posiciones políticas distintas y se enfrentan sin más razón que el de pertenecer, coyunturalmente en la mayoría de los casos, a bandos arbitrariamente distintos. Eso es lo que les pasa a Padraic y a Colm, metáforas de esas posturas bélicas encontradas.

Todos los personajes y las tramas de la película constituyen ese retrato simbólico de los terribles asuntos que giran en torno a un conflicto bélico: la falta de comunicación, la soledad, el odio que va enconándose de manera gradual, la violencia, la venganza... Pero, además de esos motivos existenciales, el director tiene tiempo de ampliar su pintura humana desde un punto de vista costumbrista. Así, en esa isla alegórica, otro puñado de temas interesantes aparecen personificados en diferentes perfiles: la falta de ética de la autoridad (el policía del pueblo), las habladurías (la chismosa de la tienda), la fragilidad mental (el tierno personaje de Dominic, el hijo maltratado del policía), los prejuicios (Colm se cree superior a su amigo), el exilio de la cultura (la hermana de Padraic), etc.

Pero es que aún tiene McDonagh tiempo para tratar en este hipertrófico cuento metafórico otros temas puramente filosóficos con arraigo clasicista. Por ejemplo, esa idea grecolatina (también medieval) de que solo la Fama (entendida en este caso como el arte) permite al hombre sobrevivir a la muerte. Colm, en ese momento otoñal de su vida en el que es consciente de la futilidad de la vida (memento mori clásico), se obsesiona por dejar un legado artístico, musical en su caso. Así, le dirá a su antiguo amigo: “Dentro de 50 años nadie se acordará de nosotros”, verbalizando otro pensamiento que tan bien reflejaron los poetas españoles del Barroco: el paso del tiempo (tempus fugit) y la inutilidad de la vida. La idea que subyace es hermosa: el arte, la cultura, es lo único que puede vencer al tiempo. Y también a la violencia, a la guerra; no en vano, la hermana de Padraic es el único personaje que consigue escapar de esa decadencia moral de la isla gracias a su amor por los libros. Pero no todos los que aman el arte sobreviven. Colm ama la música, quiere dejar su legado; pero su estupidez le lleva a sacrificar su talento en pos de la violencia; de tal manera que, a consecuencia de su irracional odio hacia su antiguo amigo, se amputa los dedos con los que toca el violín. La metáfora es terriblemente cruel.

¿Y cómo interpretamos el desenlace? Padraic sigue sin entender las razones de su amigo para rechazarle. La situación se vuelve cada vez más tensa entre ellos y la chispa que siempre provoca la explosión de un conflicto bélico se produce aquí en forma de sórdido accidente: la mulita de Padraic se asfixia al comerse los dedos de Colm. Un simple y estúpido incidente que termina en tragedia y que provoca, como muchas veces a lo largo de la historia, un recrudecimiento de la tensión y la guerra. Padraic, el hombre tranquilo y bueno, ya no tiene ningún interés en recuperar a su amigo; ahora solo quiere vengar su dolor.

Tras la venganza (el incendio de la casa), es el momento de intentar apaciguar los ánimos, de llegar quizás al armisticio. Los dos antiguos amigos se reúnen en la playa y hablan de la aparente tregua de la guerra real. Los bombardeos han cesado. Da la sensación de que ambos tratan de conciliar posturas, pero probablemente ya es demasiado tarde. Ha habido demasiada violencia y dolor entre ellos, así que se despiden compungidos y se separan (acaso para siempre), ante la atenta mirada de la Muerte, que los observa a lo lejos sentada en una butaca.


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