Al principio de la película se nos muestra a Lydia Tár como una de las grandes directoras de orquesta del momento, admirada y elogiada por todo el espectro musical. Pero, poco a poco, el hábil guion de Todd Field comienza a deslizar detalles sutiles de otra Lydia Tár que se esconde detrás de esa pose de perfección. Son pequeñas pinceladas que, escondidas entre tanta palabrería y diálogos algo superfluos, pasan casi desapercibidas: la amenaza a la niña del colegio de su hija, la escena en la que Lydia humilla a su alumno, la condescendencia con la que trata a otro director, y esa misteriosa joven a la que menciona su asistente y que tanto parece afectarla, a pesar de la indiferencia de Tár.
No es hasta pasada una hora de película cuando descubrimos el verdadero tema de la película, que no es el acoso sexual, ni el sexo, ni la infidelidad, ni la mentira. Eso está, pero no es lo más importante. El tema principal de TÁR es la obsesión por la perfección. La propia Lydia nos da la clave en ese momento en el que le recrimina a su alumno que se deje llevar por la faceta personal de los músicos. La música, defiende Tár, el verdadero talento, tiene que estar por encima de la humanidad. En ese momento, una de las mejores escenas del filme, se plantea el gran dilema que envuelve toda la película: el conflicto moral entre el arte y el artista.
Tár tiene clara su postura al respecto y esconde sus imperfecciones morales porque, realmente, le parecen minucias insignificantes en comparación con el legado que quiere dejar. No siente culpa o remordimiento por atemorizar a una niña pequeña, por jugar con los sentimientos de una muchacha frágil hasta llevarla al suicidio, por engañar a su esposa, por satisfacer sus deseos sexuales con tantas jóvenes como le plazca abusando de su situación de poder. Para Lydia, todos los demás son pequeñas piezas de ajedrez y sus pecados resultan intrascendentes en comparación con lo que cree que está ofreciéndole a la música y al arte. Puede que todo en ella sea fachada, que esconda un monstruo, pero su talento es tan rutilante, piensa, que lo demás no importa. Solo en el silencio de la noche, esos remordimientos escondidos que tanto se empeña en ocultar hasta creer que no existen, la acechan con pensamientos compulsivos, con fobias que asaltan su sueño.
Lydia es una sociópata de manual. Y cuando se da cuenta de que su mentira ya no puede sostenerse, se rompe, cometiendo una violenta atrocidad que arruinará su carrera para siempre. El clásico tópico del ídolo con pies de barro.
Pero todavía Field nos regala esa coda final (nuevamente demasiado alargada) en la que vemos cómo Tár, a pesar de haber sido expulsada del paraíso de la música, de haber caído en desgracia para siempre, sigue queriendo hacer aquello para lo que ha nacido: dirigir, interpretar música desde su atril. Lógicamente, tiene que hacerlo al otro lado del mundo, aceptando un ridículo trabajo para dirigir una orquesta infantil en un concierto friki de personajes de ficción. Y cuando los niños están preparados con sus instrumentos y el público asiste a la proyección de la película con sus máscaras, Lydia vuelve a ser la Tár de siempre: esa perfeccionista que prepara su concierto y su partitura con la misma dedicación y respeto que si tuviera que interpretar a Mahler con la Filarmónica de Berlín. Como le dijo a aquel alumno, lo importante no es el auditorio, ni la obra. El director tiene que estar por encima de todo eso; tiene que interiorizar la partitura, hacerla suya, buscar en su interior el verdadero significado y, simplemente, ofrecer su creación al público. Y eso es lo que sí sabe hacer Lydia Tár como nadie. Así que saluda al pequeño concertino, se sube al modesto atril y se transforma en ese genio que siempre será.


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