Aronofsky apuesta por un final redentor con demasiada carga religiosa que, sinceramente, no me convence. Es cierto que la religión es una trama importante durante la película y se resuelve con bastante acierto todo lo que tiene que ver con el joven misionero y sus equivocados prejuicios. Son los mismos prejuicios (condenar un amor homosexual) que llevaron al ex novio de Charlie a la depresión, la anorexia y finalmente al suicidio. Hasta aquí, me parece bien la crítica del director a esa interpretación torticera y retorcida de buena parte de la iglesia más fundamentalista o retrógrada. El misionero quiere salvar a Charlie pidiéndole que abrace la fe, algo que no hizo su ex novio al alejarse de ella en su decisión de abandonar la iglesia por amor (un amor homosexual, además). Obviamente, Charlie expulsa al joven de su casa, diciéndole que le lleve la biblia y dándole la espalda (literalmente) en una escena estupenda y bastante metafórica: si Dios castigó a su pareja por amar, él tampoco quiere saber nada de Dios. Al menos no del Dios que representa esa iglesia.
Esa parte me gusta. Es la última escena la que me chirría más. Charlie muere (se deja morir) en un final totalmente epifánico en el que, en ese último instante, recuerda aquel bello día de playa mientras su espíritu parece ascender a los cielos. Yo creo que la película no necesita una alegoría religiosa tan burda. Charlie se convierte así en una especie de Jesucristo que se ha alejado de la religión artificiosa (la iglesia) para abrazar la verdadera pureza divina. Y lo hace, como Jesús, sacrificando su vida a cambio de la salvación del alma de la muchacha. Decide morir en su propia cruz (su cuerpo) para que el alma pecadora de la niña reaccione por fin y se convierta en esa maravillosa persona que su padre desea y repite.
Es bonito, sí. En un contexto religioso, lo es. Pero, como les decía, no creo que esta película lo necesite. Durante todo el filme hay algo que no entiendo: ¿por qué Charlie se deja morir? Nos lo describen en varias ocasiones como un tipo optimista, ingenuo, casi infantil (se aprecia en esas bromas cándidas que comparte con Liz). Charlie lleva 8 años sin ver a su hija pequeña. Hasta su propia madre le dice que es un ser malvado, que no siente compasión y que disfruta haciendo daño. Charlie lo ha visto con sus propios ojos en esa publicación obscena y vergonzosa en la que la niña se burla de la enfermedad y el estado físico de su padre. Sí, vale, puede que esté resentida. Pero esa acción denota más que simple resentimiento. Ahí hay maldad. Cuando el misionero le dice que Ellie envió a sus padres fotos y audios que le comprometían y le dejaban en absoluta vergüenza, el bueno de Charlie cree a pies juntillas que la niña lo hizo por bondad. Por favor... Esa ingenuidad casi pueril me molesta. Y, aunque así fuera, aunque verdaderamente lo hubiera hecho para ayudar al joven (no lo creo), ¿qué le hace pensar a Charlie que, en una semana, va a poder convertir a su hija en una buena persona? ¿Por qué está tan seguro de que, a partir de ese momento, su hija, con 120.000 dólares en el bolsillo, va a cambiar y se va a volver tan bondadosa y maravillosa como él cree? Y, sobre todo, ¿no sería mucho mejor (ya que ha decidido volver a tener contacto con ella) seguir vivo, ayudarla, recobrar la relación padre-hija, volver a ser un referente para ella, cuidarse para darle también ejemplo, que abandonarla otra vez de una manera tan cruel? Si la chica está resentida con el padre por haberlo hecho hace 8 años, que se suicide a un metro de ella no creo que la ayude en absoluto a olvidar ese resentimiento. Recupera a su padre para verlo morir de manera estúpida. Y todo para dejarle 120.000 dólares. Me parece algo absurdo. Y ese "¡Por favor, papi!" del final, no me termina de convencer tampoco. Un indicio demasiado fútil para sugerir una conversión.
Por eso les decía en la crítica que la película tiene un desenlace totalmente forzado para provocar una respuesta torrencialmente lacrimógena en el espectador. Y la alegoría religiosa refuerza ese efecto. Por un momento, me acuerdo de la última escena de Marcelino, pan y vino (1954), la entrañable película de Ladislao Vajda, solo que en aquella sabes a lo que vas. En The whale yo esperaba otro tipo de redención más realista y más inspiradora, la verdad. Respetando la inspiración religiosa que sienta cualquier persona, por supuesto.


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