LOS FABELMAN

 

Que Steven Spielberg es uno de los grandes directores de la historia del cine es una obviedad tan clara que no necesita argumentación de ningún tipo. Para mí es uno de los pocos que podrían cenar en la misma mesa con Howard Hawks, John Ford, Billy Wilder y John Huston. Adoro las películas de Spielberg y acudí a ver Los Fabelman como chico con zapatos nuevos, con la esperanza de que fuera esa oda al cine que compitiera con otras preciosas cartas de amor al celuloide que nos recuerdan, de vez en cuando, lo maravilloso que es este espectáculo. Títulos como Cinema Paradiso (1988, Giuseppe Tornatore), Érase una vez Hollywood (2019, Quentin Tarantino) o la reciente Babylon (2022, Damien Chazelle) comparten esa profunda admiración de sus respectivos directores al oficio de crear películas y la magia que eso provoca en los espectadores. Y es que el cine dentro del cine ha sido un género tratado por casi todos los grandes. No solo para loarlo (como las anteriores películas), sino también para ofrecernos reflexiones diversas sobre la propia industria. Temas como el ocaso de una estrella en la maravillosa El crepúsculo de los dioses (1950, Billy Wilder), la crisis creativa personalizada en el director protagonista de Fellini, ocho y medio (1963, Federico Fellini) o la falta de escrúpulos del despótico productor que encarna Kirk Douglas en la extraordinaria Cautivos del mal (1952, Vincent Minelli), por poner ejemplos archiconocidos. También el cine patrio nos ha regalado muestras de grandes películas sobre el séptimo arte. Junto a esa gran obra maestra autobiográfica de Almodóvar que es Dolor y gloria (2019), me gusta recordar una película no muy conocida del maestro José Luis Garci que he visto muchas veces y que, como empedernido cinéfilo, me produce siempre una cálida emoción por la pasión de sus personajes y sus diálogos: hablo de Sesión continua (1984), en la que un guionista y un director encarnados por Jesús Puente y Adolfo Marsillach nos relataban ese complejo y artístico proceso realización de una película con aquel título genial que era Me deprimo despacio. Era fácil adivinar al propio Garci y a su inseparable co-guionista Horacio Valcárcel en esa entrañable pareja.

La proyección de Los Fabelman incluye una pequeña presentación del propio Steven Spielberg en la que agradece al público su asistencia a la sala y confiesa que esta es la película más emotiva que ha rodado nunca. Dice textualmente que ha tratado de escribir una carta de amor al cine y también a su familia. Y más que a su familia, que también, creo que a quien le escribe esa carta el director de Ohio es a su madre, auténtica protagonista de la película, interpretada por una soberbia Michelle Williams. Tengo la impresión de que es una carta que el realizador consideraba justa y, acaso, ineludible en este momento de su vida. Homenajear a su madre, agradecerle la inspiración que, sin duda, le proporcionó para dedicarse a crear historias y, sobre todo, pedirle perdón por la incomprensión y los reproches que de forma valiente incluye en esta confesión cinematográfica el propio Spielberg. Ese acto de amor del director se aprecia claramente desde la necesidad vital, como hijo más que como artista.

En este sentido, Los Fabelman es un drama familiar que representa, de forma muy sosegada (incluso algo lenta, en muchos momentos) dos temas principales. El primero, centrado en ese niño que fue el propio Steven (Sam, en la película) y que se siente totalmente hechizado al acudir por primera vez al cine (quizás no es casualidad que la película que ve sea El mayor espectáculo del mundo, 1952, Cecil B. DeMille). La experiencia le provoca tal fascinación que comienza a crear pequeños cortos con la rudimentaria cámara de vídeo de su padre durante los años siguientes de su pubertad y primera juventud, hasta que tiene claro que quiere dirigir su vida profesional al cine, sea como sea. El otro gran tema principal es ese irresistible retrato de su madre, una mujer vitalista, alegre y creativa que tuvo que tomar decisiones que no siempre fueron entendidas por el joven Sam/Steven, pero que hoy (seguramente ya desde hace muchos años), sí comprende y apoya de forma total. Esa relación de sus padres (dos personas brillantes, pero radicalmente distintas) y la dicotomía entre el arte y la ciencia, también son temas interesantes que plantea el cineasta a través de la mirada del niño y del adolescente.

Como drama familiar, la película funciona por su honestidad, por ese amor con el que se nota que ha sido rodada (leo que Spielberg ha contado que se emocionó en muchos momentos de la grabación recordando episodios de su infancia). A la historia, eso sí, le falta algo de hondura o de emoción. El director parece más centrado en plasmar algunas anécdotas aisladas o recuerdos que, a buen seguro, para él tienen especial importancia, que en construir un relato con gran ritmo narrativo. Hay partes de la película que me parecen excesivamente largas o superfluas (como casi todo el arco argumental del acoso antisemita en el instituto de Los Ángeles, la relación con los alumnos que conoció allí o su primer amor). Me parece que son tramas muy secundarias que aportan muy poco a la película y que la acercan demasiado a la típica comedia juvenil de escuelas secundarias. Sí me parece mucho más atractivo todo lo relativo al personaje de la madre, su relación con ella, su arrolladora (y quizás incomprendida) manera de entender la vida, la figura amable y patética de su padre y ese triste desengaño con la que creció el bueno de Sam y que, me temo, le acompañó muchos años más. De ahí la necesidad de contarlo ahora, imagino.

Y echo en falta más cine dentro del cine. Porque, sí, Sam es un muchacho que deslumbra a todos sus amigos y familiares con sus estupendas ideas y recursos para rodar pequeñas películas (material basado en cortos reales que creó Steven Spielberg en su adolescencia y que llegó a estrenar en eventos locales o escolares). Pero echo en falta más guiños a los grandes títulos, actores, incluso a sus propias películas. Quizás esperaba una biografía muchos más cinematográfica, aunque entiendo que Spielberg haya querido centrarse más en el aspecto humano y familiar. Aun así, además de ese guiño inicial a la película de Cecil B. DeMille, el genio de Spielberg nos regala un maravilloso epílogo en Los Fabelman, con la recreación de una anécdota (esta vez así, puramente cinematográfica) que por sí sola merece pagar la entrada. Es un final grandioso para una buena película. Quizás no sea uno de los grandes títulos de Steven Spielberg, pero, claro, estamos hablando de una filmografía en la que hay, seguramente, casi una decena de obras maestras. No obstante, estoy de acuerdo en que puede ser su película más sentimental. Al fin y al cabo, escribir una carta tan sincera y agradecida a una madre solo puede hacerse desde lo más hondo del corazón. Y si un genio como él tenía esa necesidad, es maravilloso que lo haya plasmado en una película que será siempre su gran homenaje a la figura de esa mujer tan especial y a la que, quizás, no siempre supo entender.

Por cierto, la impresionante banda sonora (con partituras originales preciosas y alguna pieza de música clásica) está firmada, como no podía ser de otra manera, por otro genio y amigo de Steven Spielberg: el maestro John Williams. La escena de Michelle bailando en la noche, alumbrada por los faros de un coche, mientras suena la música de Williams es, sencillamente, portentosa.

Película agradable y emotiva con ese regalo final que no debe perderse ningún cinéfilo.

CALIFICACIÓN:  7.5 


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