El siempre interesante director Ruben Östlund escribe y dirige esta negrísima sátira sociológica en la que no deja títere con cabeza a la hora de caricaturizar el sistema clasista y superficial que rige el mundo actual. Trata con una mordacidad feroz multitud de temas: los prejuicios de género, la frivolidad de los influencers, los roles sociales, los extremos políticos y, sobre todo, la irrefutable supremacía del dinero, en una suerte de aurea mediocritas clásica que mira con sarcasmo y desprecio el estilo de vida de los ricos y poderosos.
El filme está dividido en tres actos. Cada uno de ellos pone
el foco de la crítica en unos aspectos concretos. El primero y más corto está
formado, en realidad, por dos secuencias diferentes: una sobre el mundo de la
moda, que recuerda ligeramente al humor de Sascha
Baron (aunque con menos gracia); y otra compuesta por una puntillosa cita
entre una pareja de modelos, que da lugar a una serie de prejuicios de género.
Este primer acto es el más aburrido de los tres y, por momentos, da la
impresión de alargar excesivamente un par de gags bastante simplones. El
segundo, sin embargo, es extraordinario. Transcurre en un crucero de
millonarios en el que, tras la presentación de algunos personajes (también está
embarcada la parejita anterior, que son los únicos personajes que aparecen en
los tres actos), asistimos a una hilarante cena con un capitán comunista y
alcohólico interpretado por el gran Woody
Harrelson. Este segundo episodio va evolucionando desde el costumbrismo
crítico al humor escatológico y absurdo, para terminar con un delirante diálogo
entre el capitán marxista y un ruso capitalista admirador de los presidentes
norteamericanos. Es un acto desternillante que contiene algunos momentos
divertidísimos. El tercer episodio trascurre en una isla desierta y presenta una
paradoja totalmente orwelliana que
recuerda mucho a los temas centrales de Rebelión en la granja. Nuevamente
volvemos a situaciones repetitivas y demasiado alargadas y se pierde la
frescura y la gracia de acto anterior.
El triángulo de la tristeza es una película bastante irregular
en la que resalta claramente esa parte central, la más ácida y divertida.
Entiendo (y comparto) toda la carga crítica de Östlund, aunque su desprecio por casi todos los personajes me acaba
aburriendo un poco. Es imposible empatizar con ninguno de ellos; si acaso, con
el estrafalario y bebedor capitán del barco, único personaje al que es
relativamente fácil acercarse, aunque sea desde cierto pesimismo cínico.
Tampoco ayuda demasiado lo deshilvanado del guion y su carácter tan marcadamente
episódico. En realidad, no hay ningún tipo de construcción narrativa, más allá
de un marco bastante endeble que el director utiliza para arrojar sus posturas
críticas, sin preocuparse demasiado por crear una historia. La falta de tramas
concretas y la caricaturesca creación de los personajes nos dejan como principal
atractivo el humor; pero también este es inconsistente en ciertos momentos de
la película, como he comentado.
Al final, salgo con la sensación de haber visto una serie de
escenas algo inconexas, cuando no simples gags enlazados sin mucha continuidad
y no siempre afortunados. Hay momentos brillantes en la película y otros ligeramente
plomizos. Con todo, ese segundo acto del barco es tan grotescamente entretenido
que solo por esa parte merece la pena ver la película. Una pena porque, con una
trama central más sólida y unos personajes menos arquetípicos el filme sería
mucho más redondo. No digamos ya si el director mantuviera el nivel satírico y
bufo del capítulo del barco durante toda la película. Con todo, El
triángulo de la tristeza se ve con agrado y plantea un desenlace lo
suficientemente reflexivo (aunque muy esperable visto el tono orwelliano) para provocar cierto debate,
al menos, interno.
CALIFICACIÓN: 6


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